Estábamos en línea detrás del gabinete presidencial. «Estense listos en caso de
que ocurra algo. » nos habían dicho. En
una de las esquinas había un letrerote grandote que decía MEXICO 68, de hecho,
se podía ver ese emblema por doquier. En la televisión, la radio, los
periódicos, entre la gente –que más que nada se quejaban de la tenencia-. Podía
ver una bola de chinos con diferentes banderas, llegaron un chorro de negros y
las mujeres estaban encantadas con ellos. Yo en lo personal no le podía quitar
los ojos de encima a las francesas, aunque mis colegas decían que eran peludas
de las axilas, no me importaba tanto. No soy del tipo quisquilloso en cuanto a
axilas. La música sonaba tan orquestada y magnificente que ni me creía que
fuera México, pero el repetido letrero de México 68 me lo aseguraba, me dejaba
con los pies en la tierra, atados a maíz. Pocas veces había visto tanta gente
en mi vida, supongo que es lo que pasa cuando hay olimpiadas. Yo quería entrar
en arquería porque tengo buena puntería pero no fui a audiciones ni nada, y
aparte el General decía que mi encargo actual es más importante. «Sin orden no
hay nada.» me dijo. «Así que hay que lograrla como sea. » Me dio un
chingo de hueva tener que ver a cada país en fila, uno por uno. El único
entretenimiento era fijarme en las francesitas y averiguar de qué densidad era
su vello axilar. Desde donde estaba ni un pelo les podía ver. Pero si se podía
ver todo lo demás: La gente aplaudiendo, las diferencias en los montones
distribuidos por colores nacionales, la pintura en la cara deshaciéndose del
sudor y la euforia de la gente. Un magno-evento ha empezado y nosotros somos
los encargados de que todo en esté en equilibrio. Estábamos especialmente
reunidos para ello: El batallón Olimpia. Selectos soldados a la mano de nuestro
presidente, o del hocicón, como le gritaban desde las bancas. Como había dicho,
tengo buena puntería, no por nada paré en el batallón. Qué lindas piernas las
de las francesitas. Me dan ganas de traicionar a la patria en este mismo
instante y que me exilien en Francia. Mis colegas se entusiasmaron más por las
gringas, que por güeritas mamacitas.
Una bola de gente que no vestía a
favor de ningún país ni tenía la cara pintada –sino más bien hinchada- arrojó
una paloma negra que cayó muy cerca de nosotros.
—No es nada— dijo el General.
—¡Asesinos!— empezó a gritar el montón.
—¡Súbanle a la música, weyes!
—Es todo lo que da, General.
—Pues vayan a sacarlos a los hijos de la chingada. ¡Abasolo! ¡Mina! ¡Herrera!
Órale. Llévenselos pa´trás.
—A la orden.
—Y disimulados. No queremos desmadres.
Los tres salieron por una puerta. Me había quedado junto a otros más. Con la
pistola bien escondida, me dijeron que la cuidara bien porque luego había que
regresarla. Tenía ganas de orinar pero la vena inflada en la frente del General
mientras veía a los gritones no me convencía de advertir mi necesidad. A los
minutos el General se salió también y yo seguía aguantándome las ganas. Después
de un rato llego y le pedí permiso de ir al baño.
—Ve pues, meón.
— ¿Se encargó de los rebeldes? —le preguntó uno de los tantos trajeados que
tengo que obedecer.
—Así es, licenciado. A ver si allá reconocen a uno de sus amiguitos.
Me salí directo al baño. Empujaba a la
gente a lo bruto y se encabronaban conmigo. Yo no hacía nada, no podía decirles
que era del batallón Olimpia o lo que había hecho lo que hice hace 10 días, ni
para intimidarlos. La fila para el baño era bien larga, y era una mezcla de
tantas razas de la misma especie. Los hice a todos a un lado y me metí a la
fuerza en la línea. Los empujé con desgracia y sin importar lo que fuera a
pasar. Yo tengo el poder de mi lado. Me gritaron en tantos idiomas distintos
que todos en conjunto sonaban como uno solo, y yo sabía el significado de esa
conglomeración racial: Me vale verga. Justo un cabrón acababa de salir y en mi
prisa y empujes ni alcance a verle la cara. Lo que si vi fue el agua amarilla
que dejo en la taza ¿Orina africana? ¿Irlandesa? ¿Portuguesa? Poco me importa.
Aportemos a la conglomeración racial con mi propio producto. El chorro duro más
de lo esperado y admito que incluso después de haber terminado me quede quieto,
adentro, pensando. De afuera seguían haciendo sus fútiles quejas que yo seguía
interpretando de la misma manera. Dejé el agua aún más amarilla, y como
invitación a la enciclopedia de orina mundial no le bajé a la taza. Hagamos de
esto una tradición. Lo que si hice fue lavarme las manos. Me quité el guante
blanco y por un segundo me sentí mundano, sin poder, sin sangre ajena derramada
en mis prendas. Me lo puse de vuelta y volví a sentirme parte de algo
grandioso. De la conservación del poder y de la autoridad. Salí y agredí a esos
negros amarillos blancos a como me dio la gana.
De vuelta con el presidiente todo
estaba en orden. Seguían unos pelados gritando mamadas pero nada de grave
calibre. Fijándome en la pantallota le hacían un close-up a las francesas. No
se veían contentas. ¿Qué no disfrutaran la idea de estar aquí? Si tenemos
Acapulco, tequila y buena música. Yo le pondría una casa en Acapulco a
cualquier de ellas. ¿Por qué tenían esa cara de constipadas? ¿Sabrán lo que
pasó hace 10 días? Si lo hicimos por ellas. Para darles la mejor de las
bienvenidas. Terminándose esta ceremonia de las mil huevas me les voy a acercar.
Bonjour, le diré a la de cuello más largo. Le daré unas flores y de ahí a como
sea nos daremos a conocer. Le contaré que yo iba a ser el próximo campeón de
tiro de arco pero sacrifiqué la gloria por poder proteger a mi nación. “Siempre
leal”. Le mostraría el balazo que tengo debajo del guante que Herrera pendejo
que me dio. Aunque bien tuve mi venganza y le di en la oreja. Ni cómo excusar
la euforia. Después de unos tragos de tequila la invitaría a mi habitación. Le
enseñaría mi arco y haría como si le fuera a disparar. Después del susto la
tranquilizare contándole una de mis más grandes hazañas. El día que esos
socialistas de la pelaron.
—¿Qué son los socialistas? —le había preguntado Farías al General. Justo cuando
estábamos detrás de la Iglesia.
—Pues estos, los estudiantes.
—Sí, ¿pero qué chingados quieren?
—Se la llevan gritando que quieren revolución e insultan al presidente. Que no
ves que desde hace meses hacen revueltas y no hacen más que interrumpir el
progreso.
—¿Eso es ser socialista?
—Yo creo. Puros mocosos —se quedó en silencio por un rato— ¿Traes tu guante?
—Afirmativo.
—Bien. Ahorita doy la orden de la Bengala.
Actuamos como si nada y me dijo que me
adelantara y que me mezclara entre los civiles. Traía puesta una chamarra
negra, una camiseta blanca y pantalones azules. Me había acomodado entre
vendedores ambulantes, unos ferrocarrileros, un montón de estudiantes, unos se veían
muy chiquitos. Me compré una paleta de elote.
—¿Perdió su otro guante? —me preguntó el vendedor.
—Si —le respondí—. Ojalá pueda recuperarlo. Si lo encuentra me dice, por favor.
—Claro.
—¿Y por qué hay tanta gente aquí?
—¿Si ve a esos que están en el tercer piso?
—¿A los de los altavoces? Si. Los veo.
—Son de la CNH. El Consejo Nacional de Huelga.
—¿Y que traen o qué?
—Quieren el cambio más que nada. Exigen revolución. El gobierno que no deja de
abusar de uno.
—Ya comprendo —le respondí.
—Yo siempre que me entero de que habrá un mitin me vengo, no solo para vender,
si no para dar apoyo a la causa.
De ahí unas muchachas con batas médicas de la UNAM se nos acercaron con
botes de la CNH. El señor echó dentro lo que le acababa de pagar yo por la
paleta, además, sumé mi aportación con el primer billete que encontré en mi
bolsa.
El agradecimiento de las muchachitas
fue más que exagerado. Revisé mi reloj, 5:50. Tomé a la muchachita del bote del
brazo, espantada se volvió hacia mí.
—Disculpe señorita —le dije en mi tono más relajado— ¿Me podría contar sobre su
movimiento?
—¡Claro! —respondió— le pasó el bote a otra que estaba vestida igual que ella y
le pidió que siguiera con la colecta.
—Nuestro espíritu nace a partir del deseo de cambio —me dice—. Nuestros
movimientos oficiales se remontan desde meses atrás, y la CNH inicia como
huelga por parte de las escuelas que desean que se liberen a los presos
políticos. Que eran mismos estudiantes. Desde entonces hacemos juntas cada que
podemos e invitamos a toda la población a que se una a la causa. Lo que más
coraje me da es que durante nuestras manifestaciones, que son totalmente lícitas
en la constitución, haya intervención militar. ¡Han salido tanques de guerra
para detener al propio pueblo! ¡¿Qué señal de unión es esa?!
Sé de qué tanque habla, a Herrera le había tocado manejar uno. Yo todavía no
llegaba al D.F.
—Días después la intervención militar colonizó la ciudad Universitaria. Gente
armada para tenernos como ganado. Pero
eso no nos detuvo para nada. Al contrario. Nos hizo crecer. Como ves, ahorita
somos alrededor de 8,000 personas reunidas. En contra de la represión, de la
injusticia de salario, de la privación de libertad. No somos idiotas. No nos
dejaremos contra esos pelados.
La exaltación era tremenda en esta
muchacha. Como si estuviera segura de lo que dice.
Me quedé pensando por el momento. Y no le soltaba el brazo, era un apretón que
de seguro ella pensaba que estaba emocionado por sus palabras. Mi mano con el
guante era el que la tenía apretada. En aquel momento de seguro habría
francotiradores localizados a lo lejos. El General tendría a parte del escuadrón
lista, armada, dándoles instrucciones. La emoción de la muchacha entraba en mí,
pero mis oídos y mi nariz –tenía un pésimo aliento a café- lo filtraban como
algo impulsivo, agresivo dentro de mi. Aproveché y le pregunté:
—¿Qué es ser socialista?
Abrió su boca para decir algo pero ya
no la escuché. Detrás de la iglesia bengalas se alzaron y cerraron las puertas.
Apreté a la muchacha contra mí. Su confusión creía que la quería proteger. Pero
en cuanto le dije ¨Estás arrestada¨ y apreté mi pistola a su torso, la temperatura
de su piel le cambió y su aliento se volvió peor. Mientras la jalaba al paredón
donde había otros colegas del batallón Olimpia para que la tuvieran amarrada,
un pendejo me empujó y me tiró. La muchacha escapó y sólo pude ver sus zapatitos
de enfermera alejarse. Me encabroné como nunca lo había hecho. Yo fui el
primero en disparar, y claro que supe a quién hacerlo. Le día en la rodilla al
wey que me tumbó y eso me aseguró que ya no se escaparía. “¡No corran! ¡Son de
salva!” Gritaban los del altavoz en el tercer piso. Pendejos. De ahí los gritos
más recurrentes que escuchaba era que estaban armados, que habían cerrado las
puertas, que están atrapados, que hay niños, que hay mujeres. Me apresuré la
entrada del edificio Chihuahua para agarrarlos y en el trayecto de seguro habré
disparado dos o tres balas con impresionante puntería. El grito de temor se
volvió uno solo. Una melodía que tenia de percusión los balazos. El jodido de
Herrera me dio en la mano y él no se dio cuenta. Yo le di en la oreja y él no
se dio cuenta. Avancé dentro del edificio y me fijaba bien quién tenía guante
blanco y quién no. A los que no de volada me los chingaba. Nos agarramos a una
bola de estudiantes y les bajamos los pantalones y les quitamos la camiseta. Se
mearon del miedo, era una conglomeración de pánico. Hicimos que se
identificaran y los mandamos a cuartos que estaban en el mismo edificio. Los
balazos seguían. Había gente tirada en el piso. Me imaginé que si quisieran
usar tiza para marcar los cuerpos en el piso necesitarían al menos 10 paquetes
y eso se me hace poco. Me asomé por la ventana donde estaban los meros meros de
la CNH y asegurándome de tener mi guante blanco a la vista empecé a gritar “¡No
corran! ¡Son salvas!” De ahí podía ver a los tanques rodear Tlatelolco y me
dije que me hubiera gustado conducirlo. Nunca había manejado un tanque.
“Soldado no dispares, tú también eres pueblo” dijo alguien a quien le disparé.
No sabría en verdad a qué atribuirle la violencia de mi personaje. Las personas
se despojaban de su individualidad y se convertían en objetos sin conciencia,
corazones que latían o más fuerte o más lento. Dejaron de ser la cosa
existencial por la que tanto alegaban. Los que estaban sin ropa contra el
concreto de Tlatelolco agonizaban, dejando que el oxígeno repleto de pólvora
entre por sus pulmones y heridas, dando bienvenida a la idea automática de la
mortalidad. Sus vidas se habían vuelto más significativas que ayer y no se
daban cuenta por estar concentrando su ser en dolor, como si el mundo no
existiera, como si su lucha nunca hubiese ocurrido, como si hubiesen nacido y
lo siguiente que les ocurrió fue estar derramando sangre junto a otros más.
Guardé mi ametralladora. Varios habían logrado escaparse y en verdad no me
importaba. Hubo uno que otro astuto que
se puso su calcetín blanco en la mano para disimular ser de los nuestros. ¿De
qué color habrán sido mis calcetines en ese instante? La bota estaba muy
apretada como para averiguarlo. Bajé y
el General me había pedido que tomara cuidado de unos presos. Eran dos
enfermeras de la UNAM, no sabría si decir las mismas de hace rato, en aquel
momento todas las caras eran el mismo blanco para mí. Les pregunte qué países veían
más fuertes estas olimpiadas pero todas se rehusaron a hablar. Silencio
femenino, qué cosa tan maravillosa. Al rato se las llevaron y yo me había
estado aguantando las ganas de orinar todo ese rato. Fui a los baños del
edificio pero todos tenían dentro a custodiados. Tuve que orinar en un excusado
que tenía a un reportero esposado al lavamanos.
Admito que aquella tarde no asesiné a nadie. Pero les hice pasar algo peor que
la muerte: vivir el legado que nosotros los poderosos dejamos. Anocheció y me sentía muy cansado. Por suerte yo no fui
de los que tuvieron que limpiar. Hasta entonces me di cuenta del dolor que tenía
en la mano. Pinche Herrera. Me curaron antes que la bola de sangrados que me
miraban con despecho y temor. Los saludé sosteniendo el guante entre mis dedos.
Ya no era tan blanco.
La pregunta intrigante es: ¿Cómo le haces para dormir después de lo ocurrido? Después
de haber sido participe en la represión que unos dirán más inhumana del México
contemporáneo. Después de haberles fallado como protección. Bueno, amigos míos,
la respuesta es fácil: Imaginando que tienes una bella y velluda francesa en
tus brazos, escuchando fascinada tus anécdotas. Como si fueses una simple
historia que contar, la máquina del maquinista.
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