Monday, March 2, 2015

La extracción (o los penosos contrastes de una habitación de hotel)

La extracción (o los penosos contrastes de una habitación de hotel)

 XY
Cuando terminó de orinar bajó la tapa con extremo cuidado, como si fuera una pieza de artesanía costosa. Se lavó sus manos con el jabonsito rosa y chiquito que todos se roban. Se sentía a punto de realizar una operación. Tenía las manos tan limpias, casi listas para sacar un corazón de un cuerpo y transportarlo a otro. A la vez le invadía el mismo nerviosismo que viene con tal operación. Cuando salió del baño, tuvo ante él la habitación de 500 pesos que rentó, su segunda inversión ahora que cumplió 18 y adquirió su credencial. Alessa, su novia de 16 años revisaba su celular.
—¿Ya le avisaste? —preguntó él.
—Sí —le contestó—. Ya quedé con Lucía que me haga el favor en caso de que mis padres llamen.
—Muy bien —dijo, con un marcadísimo punto final.
   A partir de ahí ya no supo qué decir. No están acostumbrados al silencio. Es incómodo cómo dos personas pueden intercambiar tantas palabras (de dudosa densidad) dejando al silencio como un desconocido. Ella tampoco sabía qué decir. Puso su celular en vibrador y lo colocó boca abajo en el buró a un lado de la cama. Revisó la habitación con un paneo de índole cinematográfica. La puerta marrón desgastada que daba bienvenida a la alfombra delgada y guinda. El mueble de cajones vacíos  que venden en masa, listos para guardar la persona de cada ser que renta un cuarto de hotel. Arriba estaba la tele, una de esas gordas que se usaban en el siglo pasado. Seguido a eso aparecía León en la puerta del baño, inhalando y exhalando, nada más. Siguiendo había un cuadro, una representación de un pintor barato que nadie conoce, y que afortunadamente, murió antes de saber que reproducciones de sus obras están colgadas en hoteles de 500 pesos la habitación. Eso la traía de vuelta a la cama en la que estaba sentada, encorvada con las piernas cruzadas a manera de flor de loto. Las sábanas viejas y las almohadas con disfunción confortable. Los focos encendidos, las persianas cerradas. Si cruzaran sus padres en este mismo instante, ¿sabrían que su hija está ahí dentro junto a su novio? ¿Sabrían que ambos tienen en mente perder la virginidad? Si pegaran sus orejas a la puerta, no escucharían nada. Están en silencio. La televisión apagada. Quizá si lograran asomar un ojo por una hendidura, le verían la cara a su hija. Le llamarían por teléfono y verían cómo contesta para decirles una mentira.
    León avanza hacia la cama y se sube, entre uno y el otro habría más o menos medio metro de distancia. Él hincado como si fuera a rezar un salmo incomprensible; ella en flor de loto meditando para llegar al Nirvana. Se veían uno al otro,  la cara les expresaba un tierno nerviosismo, que probablemente gritaba en sus entrañas un lenguaje transportado desde la Edad Oscura. Se acercó a ella y la besó.
—¿Abrimos el vino? —le preguntó.
—Si. ¿Ya estará frío?
—Debe  de.
   De una de las puertas del mueble sacó una hielera. Dentro un vino tinto, un destapa-corchos y dos copas, todo sumergido en cubos de hielo. Se reparten las copas y se ayudan a llenarlas. Casualidad de la vida, ese era el primer vino que tomaban los dos. Habían probado novedades culinarias antes, más nunca vino. Era de una reserva que nunca se escuchará mencionar entre sommeliers. León, no sabe nada del mercado, y agarraría el que se le hiciera más conveniente sin juicio legítimo. El que escogió tenía un diseño que le llamó la atención: Un dibujo bohemio de un dragón. Por esa razón lo compró. Cuando cataron, ambos hicieron ridículas muecas, ni siquiera trataron evitarlas. No les importaba que el otro les viera la peor cara que pudiesen hacer, en su defecto, parecía un concurso que León inició. El sabor amargo les revolvió tanto el rostro que terminaron pensando en bosquejos abstractos de la anatomía humana. Como reto, se tragaron lo que quedaba en la copa de un sólo trago. León ganó. Alessa no aguantó. El triunfador se le acerca a la perdedora y la besa en la boca. Ella le corresponde. El triunfador, atisbando, la abraza. De golpe, acerca el pecho de ella al de él, haciendo que las sobras de la copa de la perdedora, caigan en la cama, y manchen las sábanas viejas. La mancha se esparció y pronto se plantó en la tela para nunca irse. Ambos miraron perplejos la mancha. Anticipando un gran castigo. Rieron. Qué importa eso ahora. Se sirvieron una segunda ronda y repitieron el reto. León volvió a ganar. Sin prolegómenos (¿sin?) los mareos llegaron y aunque no les quitaba la conciencia, les hacía ir borrando, poco a poco, todos los demás confines que existían en la tierra. Borraron a los padres, borraron a sus amigos, borraron las calles llenas de violencia que rodean al hotel y así borraron al mundo mismo. Habitaban un cuarto que flotaba en la nada. Y lo único que le daba razón de ser era la presencia de ellos dentro. Ella, con su facilidad de fluir en situaciones, y él, con una simpleza que siempre sabe lo que quiere. Ni Dios ni nadie estaba en esa habitación más que León y Alessa. Alessa y León. No había reproducciones baratas de pintores muertos, no había jaboncitos qué robar. Sólo dos tontos amantes que no llegaban a lascivos, si no a tontos y, de alguna manera, estaban de acuerdo con ello. Se tomaban de la mano, sus dedos índices en conjunto apuntaban a un lugar, no sabían a dónde, pero sabían que ese era el lugar al que irían juntos. Y así, antes de que se dieran cuenta, estaban en ropa interior y debajo de las sábanas. Simétricamente acomodados de acuerdo a la mancha. Cuando León se puso el condón (bien mueble no relacionado a sus 18 años) y entró en Alessa, todo se paralizó, así como si de pronto en un intenso libro hubiese una página en blanco. Y en la siguiente todo se reconstruía, volvieron a sus vidas las tristes clases de la preparatoria, volvieron los quehaceres que nunca cumplieron, volvieron todos sus errores y todas las vergüenzas que inconscientemente marcaron su vida. Reapareció la lista de contactos en los teléfonos. Volvió a sus mentes su nombre, su supuesta fecha de nacimiento. En el mundo volvían a dar pasos sus padres y sus hermanos, pasos gigantes y mundanos. Se vieron los dos a los ojos. León se retiró de Alessa. Y ahora, la mancha de vino que se había traspasado hasta el cubre cama, era complementada por la sangre del himen roto de Alessa. La imagen que evocaba recordaba a los tests de Rorschach. Para León un acero inoxidable y metafísico se le había atorado en la garganta, casi asfixiándolo. A Alessa le rugían volcanes alegóricos en el útero. Ambos con miedo. Se soltaron uno al otro. Volvían a aparecer todos sus tabúes. Hasta el acoso sexual que había recibido Alessa de parte de su tío estaba brincando en la habitación. Su tío se robaba las pastillas de jabón y los acusaba de que habían manchado la cama dos veces. Se vieron uno al otro y a la habitación para comprobar que estaba vacía. Lo estaba. ¿Qué fue entonces lo que cambió el switch de arriba a abajo (o viceversa)? Los latidos se tornaban cada vez más presentes y todo regresó a su común anormalidad, todos los desequilibrios que tratamos estaban presentes y estaban alrededor de la habitación de hotel. 

De ahora en adelante, la habitación es un temible cubo de Rubik sin resolver.  Y aún les quedaba hasta el mediodía para descubrir qué era lo que había ocurrido. Si quisieran resumirlo a un policía para contarle la escena del crimen dirían: «Estábamos en el humor. Tuvimos penetración. Algo nos atacó por dentro y tuvimos que suprimir la acción. » Y el policía les respondería: «Si, sí. Pero ¿qué fue ese algo? » « No sabemos.» Le responderían. No saben. «Pues ahí les encargo.» diría el policía y se iría. Dejándolos solos otra vez.
    León se levantó de la cama. Se puso la ropa. Alessa miraba las dos manchas. Perpleja, hipnotizada. Vio que se levantaban en efecto 3D. León no se dio cuenta por la dificultad de ponerse los pantalones después de tal incidente. Vestirse tomó toda su atención y no se fijó que «probablemente» las manchas se alzaron en un efecto 3D. Cuando se vistió recuperó su característico carácter y lo único apropiado era dirigirle unas palabras a Alessa.
—Hay que…
—Me quiero bañar —le interrumpió Alessa.
—Está bien. Enseguida hablamos. Tenemos que hacerlo.


X
Alessa se bañó llorando en la regadera. El agua estaba fría, y aun así, no la distraía de la gran erupción que estallaba dentro de ella. Estuvo debajo del agua durante un considerable tiempo. Sus dedos ya estaban arrugados. «¿Qué salió mal?» Se preguntaba murmurándose a sí misma. Tenía ganas de salir corriendo a donde está Lucía y decirle todo lo que ocurrió y que tuviera buenos consejos para ella, pero no era así. Ella sabía tanto como Alessa. Nada realmente. Nada de valor. Entre sus contemporáneas le había tocado escuchar que el acto sexual era algo de celebrarse, que a todas les iba bien. Ese no fue el caso para Alessa. Se tallaba todo el cuerpo, se masajeaba las sienes. Nada le tranquilizaba. Cuando dejó de llorar, cerró la llave del agua. Ni siquiera se había puesto champú o jabón incluso. Lo recordó al ver la barrita rosa que dejó León aún con burbujitas. ¿Cuál fue el momento en el que la conexión se fundió? Recapitulaba todo el noviazgo entre ellos mientras se secaba. Se conocieron en una prepa común, hablaron de una manera común como gente común, se atrajeron con un ritual habitual, empezaron un ordinario noviazgo en el que tenían rutinarias citas y se mandaban típicos mensajes de amor. Alessa estaba cómoda con León, incluso el hecho de pensarse sin él le entristecía. Había cierta jeringa en los brazos de su novio que cuando la sostenían a ella entraba la dichosa dosis perfecta. Cuando León le decía que la amaba ella respondía lo mismo. Lo hacía porque no conocía más allá de eso, así como no conoce otro color o marca para jabones en hoteles. ¿Cuál fue el momento en el que la conexión se fundió? Recapitulaba aquella misma noche. Ellos se insinuaron mutuamente a hacerlo al punto que quedó programado, como si fuera la lista de canciones que una banda tocaría en un concierto. Ella sabía a lo que iba y confiaba en ello porque todo el tiempo León ha sido bueno con ella. Se alteraba y excitaba cada vez que se besaban y aunque tenía la urgencia de ir más allá, las situaciones nunca les favorecieron. Mientras se vestía, eructó y lo único que saboreó fue lo amargo del vino. El sabor le crujía desde el esófago. Cerca de donde ocurrió la explosión volcánica. Ya vestida salió del baño y en la cama había una barra de chocolate que seguramente León dejó. Pero al él no se le veía por ningún lado ¿Se habrá ido? Aún estaban sus cosas allí y no era tan irresponsable como para irse y hacer el check-out en recepción, dejándole a Alessa un gran lío sobre las manchas de la cama y estar en una habitación que ya estaba registrada como desocupada. No se ha ido. Volverá. El chocolate ayudará a combatir el sabor seco de vino tinto que le retumba en la cabeza. Ella no quería un chocolate particularmente, pero lo comió con gusto. De hecho, no quería nada en especial. Alessa siempre ha sido así. Incluso cuando su tío la acosó (no al punto de violarla) ella se lo permitía sin pensar en la ética detrás de los hechos, sin analizar cómo le hacía sentir a ella.
   Cuando se juntaba con León, usualmente era él el que hacía plática. Alessa se sostenía a contar vivencias más nunca opiniones. La música que escuchaba era una mezcla de los gustos de su familia, Lucía y León. Alessa nunca tuvo opinión de nada. Ella era un pedazo de oscuridad que deambulaba en un hoyo negro, y por la mano dorada de León, salió de ahí (o creyó hacerlo). Por esa razón, se siente agradecida a él. Saber que te aman es deleitoso. Le hizo explorar un poco de sus sentimientos aunque nunca supo por qué se fijó en ella. Probablemente porque era un lienzo en el que él podría descargar sus opiniones, sus maneras de ir directo al punto, sus problemas con su madre y con los maestros. Alessa era el lienzo ideal y ella estaba de acuerdo con ello. Le gustaba ser útil siendo una persona en blanco. Amaba a León porque de lo único que tenía conocimiento era de “amar”. Más no pudo entregársele en coito. Alessa nunca supo qué era lo que quería y probablemente nunca lo sepa. Hace minutos todo el erotismo lo hacía León, ella sólo se dejaba llevar. A pesar de las pulsiones que sentía con León, el deseo de desgarrarse la ropa y fundirse en una habitación de hotel manchada era una farsa. Una entrega que ella no debía de hacer porque no sabía siquiera si quería dedicarle su virginidad a León. El estómago de Alessa era un maremoto. Le dieron ganas de vomitar. No lo hizo. Terminó el chocolate. Lloró un poquito más. Sólo un poquito. Se sintió vacía. Lo único que le hizo sentirse orgullosa era ese genuino volcán dentro de su vientre. Nunca había sentido algo tan suyo. Algo tan poco compartido. Nunca supo de nadie a quien le haya pasado. Eso era el florecer de su autenticidad. Alessa decide que no quiere tener relaciones con León. Salió de la habitación para buscarlo. Lo encontró en las escaleras con un cigarro en la mano. «Me tengo que bañar.» murmuró, recitando un hito.

Y
Mientras Alessa se bañaba. León tuvo una incontenible ansiedad. Las mil vueltas que le dio a un hecho que duró meros segundos. Sin embargo, perdura para una maratón de mil vueltas de cuestionamientos que no llevan a nada. Tuvo la repentina urgencia de salir. Respirar un aire diferente. Si fuera posible, tener un cuerpo diferente. Pero no era así. Estaba atrapado en ese pedazo de carne que ya llevaba 18 años en el mercado. En la calle, encontró una tienda abierta. Llegó y pidió una barra de chocolate. Cuando se la dieron, añadió a su lista de compra un paquete de cigarros y encendedor. Ni siquiera le pidieron su credencial. Sólo le cobraron. En el mismo estacionamiento abre la caja y pone un cigarrillo en su boca. Acerca el encendedor y con torpe habilidad intenta el mecanismo de prender el encendedor-sostener bien el cigarrillo-aspirar para que prenda. Cuando lo logró, tosió con naturaleza de principiante. Era su primera vez fumando con ganas. Y quizá la entrada a muchas más por venir. Todo el proceso lo había aprendido viendo a su padre, a compañeros de la preparatoria, a gente en la calle. Casi todos fumaban, o al menos era la gente que más le llamaba la atención. Siempre tuvo una peculiar aspiración a fumar pero, había esperado a ser mayor de edad para al fin poder fumarlos legalmente ¿Por qué esperó tanto tiempo para cumplir su capricho? León recuerda a los 10 años ver a su padre fumar, y en una ocasión al pedírselo, el padre le cedió el que estaba a punto de acabarse. La madre lo pilló y para castigarlo, presionó el mismo cigarrillo en el brazo flacucho de León. Justo donde tiene la cicatriz de la vacuna. Parecía la marca de nacimiento más original de todo el barrio.
   León prende otro cigarro justo después del primero y va caminando al hotel. La calle está lo suficiente abandonada y oscura para causar temor en los civiles inofensivos. La caminata de maloso que León daba, evocaba en él cierta sensación de poder, como que al menos comprendía lo que ocurría en la calle. Como que era más comprensible todo lo que acontece en esos extensos kilómetros que en aquellas cuatro paredes de la habitación de 500 pesos. Al acercarse al edificio se asoma al lado del que está la habitación que rentó. La luz aún estaba encendida. Fuera de eso nada más se podía rescatar de aquella fotografía detectivesca que tomó. León tuvo miedo de entrar a aquella habitación. Estaba en la planta alta y él, no tenía el ego animado como para subir tan alto. Se sentó en la acera y se sintió contradictorio a la manera en la que él solía decirles a todos que era. Sus manos, que había limpiado tan cuidadosamente ya estaban contaminadas de toda clase de fluidos, de tabaco, de evidencias.
   A León le gusta ir directo al punto. Si algo no le gusta, lo dice, y pase lo que pase, lo afronta. ¿Entonces qué estigma tiene que no le permite entrar a la habitación? Estigma. Se levantó la manga y miró la cicatriz que combina la colilla de cigarro con la vacuna.  Cuando León tenía 8 años su hermana estaba entrando en la pubertad. Argumentación que explica por qué ella se encerró junto a su hermano en su habitación e hizo que se desnudaran. León no comprendía del todo y lo que quería, era el chocolate que su hermana le había prometido. Estaban parados encima de la cama. Sin ropa, sólo observándose. No hubo contacto alguno ni insinuación sexual. Era para la hermana, una costra que tenía la urgencia de quitarse y para León, un chocolate gratis. Desafortunadamente, la madre no comprendió y al atraparlos, castigó con un cinturón a ambos. Hasta el punto que sangraran. Todavía desnudos, tendidos en la cama. La madre a cintarazos, histérica y decepcionada, les exclamaba a taladros el gran pecado que estaban haciendo, lo incorrecto de su acto. Jaló el pelo de la hija hasta arrancarle de raíz varios cabellos. Y a León, le señalaba el sexo de su hermana como un nido de avispas al que no debe acercarse. Cuando hubo descargado su ira, se fue gritando el nombre del esposo dejando a los dos hermanos solos en la habitación. Ambos se vistieron sin decir nada y al día de hoy, no han dicho nada al respecto desde entonces.
   León se acabó el segundo cigarrillo y prendió uno tercero. Sentado en las escaleras que llevan a la planta alta. Fumar fue inesperadamente satisfactorio.

XX/XY
—Quizá no deberíamos hacerlo —dijo León en cuanto la vio (de pronto se le había aparecido en el escalón de atrás).
—Estoy de acuerdo.
   León la miró sorprendido. Alessa suele decir “Tienes razón” o “Lo que creas mejor” a cada propuesta de León. Nunca estaba de acuerdo, sino se sujetaba del gancho que brindaban las palabras de su novio.
—¿Lo estás? ¿Por qué?
—No creo estar lista.
   León se extrañó al escucharle una opinión concreta. Sonrió, pensando que es algo a lo que se puede acostumbrar. Tiró la colilla de cigarro.
—Fumar es malo —le dice Alessa.
—Fumar es rico —le contesta.
—Lo que creas mejor —marcó una pausa dramática—. Es tu cuerpo, sólo te advierto que no me gustan de dientes muy amarillos.
   Alessa sonrió mostrando sus dientes que no tienen blancura calidad comercial de pasta dental. 
—¿Cómo te sientes? —preguntó León, esperando un “Bien” o un “No sé”.
—Me siento mejor —le dijo, mostrándole que se equivocó—. Aunque un poco cansada.
—¿Y si vamos a dormir? Tenemos hasta mediodía.
—Vamos.
   Se acomodaron en la cama y tomados de la mano. Durmieron apacibles. Entraron los fantasmas del policía, del tío de Alessa que la acosó de niña, de la madre y de la hermana de León. Y como un campo de fuerza. Se desvanecieron en la habitación. Se convirtieron en anti-materia que olía a flores y frescura. En plena madrugada, despertaron sincronizados. Para ayudarse a recuperar el sueño, se besaron. Fue el beso más extraño que hayan dado y recibido en sus estropeadas existencias. Tenía en él cierta ambigüedad. Como si danzaran una nueva danza que todavía no es aceptada por ninguna academia.

    Aquí lo que hicieron para engatusar a los de limpieza de que dejaron una decente habitación: En la mañana, cuando pasaba el carrito por las habitaciones, Alessa le pidió a la señora que la llevara a la lavandería. Cuando la mujer la encaminaba, León entró en la habitación que dejó abierta e intercambió las sábanas. Fue un buen plan. Hay que imaginar la cara de disgusto de la señora al ver el resultado el plan maestro.

Pacífico

—Se hacen entre 12 y 14 horas de aquí a Mazatlán.
—¿Y por qué no vamos en avión? Sería como hora y media nomás.
—¿Lo vas a pagar tú?
—Pos no —le contesté.
—Vamos en camión entonces —me dijo mi madre—. Ya cuando estemos allá con tu tía verás que valió la pena. Dice que Mazatlán es muy bonito.
Al domingo en la madrugada ya estábamos en la central abordando el autobús. Pensar pasar 12 o 14 horas encerrado en esa lata junto a personas que no conozco era un martirio, es horrible porque nunca sabes con qué te vas a cruzar, qué gordo se sentará en seguida de ti, qué viejo extraño se babeará dormido en tu hombro. Además, encerrado en el camión junto a mi madre y mi abuela era algo por lo que definitivamente no me agrada pasar. Nuestras vidas son paralelas, ellas en su época, yo en la mía. Por esa misma razón me preparé y en la mochila metí mi videojuego, mi celular, mi Tablet, todo lo posible para hacerme pensar que esas horas serán como una simple tarde en mi cuarto –corriendo la posibilidad de ser acompañado de una extraña vieja verdulera chismosa a mi lado intentado sacar plática-.
    En el camión éramos alrededor de 10 personas que salían de Agua Prieta. El autobús dio arranque y empezamos la inerte travesía. Yo, confiado, abro mi mochila, saco mi consola (o jueguito, como le diría mi abuela) y lo enciendo. Me marca una luz roja. Una luz roja parpadeante “La batería está a punto de agotarse” ¿Qué? ¿QUÉ? ¡¿Cómo me puede pasar esto?! ¡Si lo cargué! ¿O no? Quemé cinta y recordé que no lo había a puesto a cargar ¡Me lleva! Y aquí no hay donde lo pueda cargar. Pero ahí no acaba la historia: Olvidé el celular. Mi celular se quedó en el buró a un lado de mi cama. Si. Ahí lo había dejado. Había presumido que me iba de viaje a una amiga y dejé el celular a un lado de la cama. Ya me lo puedo imaginar, vibrando, foquitos de todos colores encendiéndose por los mensajes que llegan y no podré contestar. Mis amigos (los conocidos y desconocidos) seguramente se preguntarán qué me pasó. No los quiero dejar plantados. Así que astutamente saco mi Tablet, la enciendo y busco la red de este autobús. Qué fortuna que todos los años que han transcurrido en la historia, todas las guerras e invasiones hayan culminado en esto: Autobuses con Internet incluido. No encuentro la red. No encuentro la red. No. Encuentro. La. Maldita. Red. ¿Por qué? Me levanto y voy a donde está el chófer, es un señor bigotón que puede ser de 30 o de 50 años (no sé cómo le hace, magia de chófer, yo deduzco).
—Oiga —me le acerco—, no detecto la red ¿Hay alguna falla?
— ¡Ah! —me dice, como si se acordara de algo— Es que este autobús no tiene. Se le descompuso.
—Se le descompuso —repito.
—Sí, mijo. Ay disculpe.
—Descuide, no hay problema.
Regreso en silencio a mi asiento. Mi abuela y mi madre estaban en los asientos frente al mío. Me hacen una cara de preocupación, sabían lo que iba a pasar.
Grito por dentro. Tan estruendoso que estallan copas metafóricas. Nadie me escucha. Ya había unos señores roncando; una tipa traía reggaetón a todo lo que da, asumiendo que a todos nos gusta. Aún grito por dentro. Mis cuerdas (cordura) vocales hubieran explotado si lo hubiese exteriorizado. El Universo entero deseaba burlarse de mí, el Universo me puso en un camión que durará 12 o 14 o 1,000 horas en llegar. Y en todo ese trayecto me habían despojado de lo valioso. ¿Qué se suponía que hiciera? Casi lloraba. Pero no le daría ese placer a las viejas chismosas que estaban atrás de mi hablando de la vida amorosa de no sé quién y no me importa. Una lágrima casi me salía, estaba a punto de arrojarme por la ventana de ese horno nazista móvil y nunca volverle a ver la cara a nadie.
Estaba obligado a permanecer sentado.
—Pregúntale si tienen una película, mijo —me dijo la abuela.
—Es cierto. Ya voy.
Con un poco de esperanzas regreso con el conductor.
—Oiga —le dije— ¿No tienen películas que poner?
—Si mijo, pero como ahorita está oscuro, no las ponemos. Ya hasta que amanezca.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—Son las… —se asoma a su reloj de pulsera— una.
—Son las una —repetí.
—Güeno, es la una.
—Gracias.
—Ya mero amanece. Échate un coyotito o algo.
—Gracias.
Informé la situación a mi madre y abuela.
—Pues duérmete —me recomendaron por igual.
—Intentaré.
Creo que esto ya es conocimiento común, pero el reggaetón inspira a muchas cosas menos a dormir. La tipa seguía con la música a todo lo que daba su telefonito de bocina chafa. «Inhala. Exhala. Todo es sugestivo.» me dije. Caí dormido cuando estaba iniciando una canción sobre perreo intenso.
Soñé las llantas del autobús sobre el asfalto. Soñé todos los lugares donde ha estado, toda la gente que lo pudo haber montado, todos los famosos, que antes de ser famosos pudieron haber subido a este autobús. Ahí reside la peculiaridad del transporte terrestre, atraviesa tantos lugares, tantas paradas, tantas personas con sus propias ilusiones y problemas subiendo a un mismo plano. Dejan un pueblo o ciudad atrás para pertenecer a otro, aunque sea temporal.
Desperté, la canción sobre perreo intenso iba finalizando. O me dormí durante el inicio y el fin de la canción, o dormí por toda la lista de reproducción de la tipa aquella. Para discernir, me asomé enfrente, a ver si mi abuela o mi madre dormían. Raro pensar que tendré que pasar gran tiempo sentado, dejando que las hemorroides florezcan, aburriéndome, matándome con el martirio de las grandes imposibilidades que había en estar sentado en un tedioso autobús, sin música, sin películas, sólo las pláticas ajenas poco interesantes y el silbido del chófer era lo que entraba a mi radar.  Mi madre dormía, mi abuela no.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
Sacó su teléfono y se fijó en la hora.
—Una y media.
Bueno, al menos ya es media hora menos de viaje. Menos martirio para mí. Me resultó extraño ver a mi abuela despierta, siempre creí que la gente cuando llegaba a cierta edad (me refiero a la senectud) duerme muy temprano y despierta muy temprano, con el propósito de aprovechar la poca de vida que saben que les queda.
—¿Y qué hace despierta? —inquirí a mi abuela.
—Estoy esperando las dos para tomarme mi pastilla.
—¿Qué pastilla? —pregunté intrigado.
—La del corazón —me respondió.
—¿Está tomando pastillas para el corazón? —pregunté sorprendido.
—Si ya sabías.
—¿Desde cuándo las está tomando?
—Desde que tuve mi ataque al corazón. Si ya sabías.
Diablos. Lo había olvidado. Hace alrededor de dos años mi abuela había tenido un ataque al corazón por una inyección que le habían puesto. Tuvo una reacción alérgica y su órgano dejó de latir. Lograron resucitarla. Aún años después tiene que seguir tomando pastillas. No me lo imaginaba.
—¿Y cómo se siente ahora? —quise saber.
—Mejor. He estado comiendo más saludable y cada que puedo salgo a caminar. Tengo que seguir tomando mis pastillas, eso sí.
    Permanecimos en silencio hasta que ella sacó las pastillas. Eran al del tamaño de la uña de mi índice. Nunca había visto pastillas tan grandes. Vi que se la metió a la boca en seco.
—¿No tomará agua?
—Se me olvidó traer —dijo en un tono culposo.
—Yo traigo.
De mi mochila saqué una botella y se la pasé. Así ella pudo tomar un poco más confortable su pastilla. Me agradeció y me regresó el envase.
—¿Está emocionada de ir a Mazatlán?
—Si —me dijo—. Hace mucho que no veo a tu tía.
—Desde hace unos tres años, ¿no?
—Así es.
  Qué feo pensar que tuviste un paro cardiaco mientras tu hija vivía en Mazatlán.
—¿Y qué planes tienen?
—Turistear, comer, relajar, vivir la vida loca —dijo en un tono severamente serio.
—Suena bien.
—Y pasar el rato juntos.
  Me quedé pensando.
—Las caminatas en la playa son buenas para la salud, ¿verdad?
—Sí. Estimulan el sistema cardiovascular.
—¿Qué tal si usted y yo nos damos una caminata por la playa cuando lleguemos?
—Me parece perfecto—dijo firme y tierna.
  Alguien malicioso me juzgaría que invite a mi abuela a la caminata por el mero remordimiento de conciencia y no lo culparía, puede ser cierto, pero lo que procuro más que nada es una reconexión con ella. No puedo creer que pasé dos años sin saber que tomaba pastillas, y menos de ese tamaño. No lo hago pensando en mí, ni pensando en ella, lo hago pensando en nosotros. Será bueno. Ella se durmió, y seguido a eso yo también. Desperté. Seguía oscuro. Ya no sonaba ningún reggaetón (o me volví inmune a él). La abuela dormía pero mi madre estaba despierta, ella estaba del lado del pasillo y la abuela hacia la ventana. Mi madre estaba viendo algo en su celular, con el pulgar deslizaba una página o algo hacia abajo.
—Hey ¿Te desperté? —me preguntó preocupada.
—No. Me duele la cabeza. Ha de haber sido eso.
—Aquí traigo una pastilla.
  No quiero ver más pastillas, me hacen sentir terrible.
—Tómatela.
Resignado, me la tomé. A los minutos me vuelve a hablar.
—¿Te sientes mejor?
—Si. Gracias.
—Menos mal que estaba precavida. A tu papá también le pasaba lo mismo.
—¿En serio? —le pregunté.
Hacía mucho no hablábamos de mi padre. Él no está con nosotros desde hace tiempo (larga historia, quizá en otro viaje de 12 o 14 horas se pueda contar).
—Si —me dice—. Muy seguido viajábamos en camión, y siempre despertaba con dolor de cabeza.
—Vaya —razoné—. A veces uno no se explica características de uno, y la respuesta está en la familia misma.
—Y es lo más cercano.
—Tal vez —le contesté. No estaba 100% seguro de eso.
—¿Cómo que tal vez? Lo es.
—No es como si habláramos mucho. Digo, apenas ahora, 17 años después me entero de que a mi padre también le duele la cabeza al despertar.
—Cierto. Tenemos que darnos la oportunidad.
—Invité a la abuela a una caminata en la playa.
— ¡Mira, mira! ¿Y eso?
—Supe que es bueno para el cuerpo. No vendría mal.
—Nada mal —me dice.
Mantuvimos un silencio incómodo, que a decir verdad, no era tan incómodo como lo pintan. Me fijé en los pasajeros. Ya había unos nuevos. Y otros ya se habían bajado. Es curioso pensar como nuestras vidas cruzaron por un par horas y se separan tan casualmente.
—¿Viajabas con mi padre? —le pregunté a mi madre.
—Si —me dice—. Fuimos a muchos lugares. Dentro del Estado, pero fuimos a muchos.
—¿Y qué pasó?
—Naciste.
—Ah.
—No es que sea algo malo, de ahí el viaje fue diferente.
—¿Por qué?
—Porque de ahí tuvimos que buscarnos un lugar más concreto en la ciudad. Para que pudieses crecer mejor.
—¿Y qué lugares visitaron? —pregunté, sintiéndome entrevistador.
  De ahí empezó una de las anécdotas más interesantes que había escuchado, y más que nada porque los protagonistas eran mis padres. No me los imaginaba aventurándose por el mundo desde que yo era niño. Había perdido ese toque. Me cambié al lugar que estaba a un lado de ella, estaba vacío y aproveché. Me contó sobre pueblos donde no tenían ni un centavo y tenían que arreglárselas para sobrevivir. Me contó que se subían a autobuses como éste e iban a donde sea que fuese. Me habló de la peculiar personalidad de mi padre, y grande mi sorpresa al darme cuenta de que aspectos mencionados los compartía yo mismo con él. Pronto despertó mi abuela y añadió recuerdos de las anécdotas: Los regaños que le daba cuando no aparecía, cómo mi tía y ella se ponían de acuerdo para que pudiese tener sus escapaditas de autobús. Al rato mi abuela añadió sus historias también. Ella nació en otro estado, eso significa otro contexto. Me quedé fascinado por lo que ellas podían contar. Por todo lo que vivían atrás de esas caras trabajadoras, me di cuenta de algo: me gasté la vida en las redes buscando vidas qué seguir, saber qué hacía quién, me gastaba mis días viendo las vidas ajenas a través de un monitor plano, frío. Qué cosa tan maravillosa las pláticas que tuve con ellas, la calidez de sus relatos, los comentarios que complementaban a cada una, la química que compartían. Sentí que apenas despertaba en este gran espectro que se llama familia. Es con ellas el primer alcance a lo demás, la cercanía a las relaciones honestas. Estoy contento de que conocerlas, y de que ellas me conozcan a mí. Además de escucharlas hablar, yo también les conté de mis inquietudes, qué quería estudiar.
—Serías un gran arquitecto —me dijeron.
    Con el paso del tiempo más gente subía y bajaba. Nadie de los que partieron con nosotros estaban ya en el autobús. Estábamos en un estado que nunca habíamos visitado antes, y a pesar de no tener un piso en su tierra, u oler directamente de su aire, sabíamos que no era Sonora. Los colores, la gente, los letreros, todo diferente. No me hubiera dado cuenta de ello si tuviera la cara pegada al monitor, no hubiera visto la heterogeneidad humana si hubiera decidido hacerme el mulo y tener la cabeza gacha, quejándome de la ausencia de Internet. Hubo un momento en el que el camión se llenó por completo y regresé al asiento que tenía comprado. En seguida de mí había una señora despeinada que no decía nada en lo absoluto, parecía una estatua por su condición estática. Volví a dormir y mi madre y mi abuela también. Me soñé naciendo. Desperté, había amanecido, el autobús solitario. Mi madre y mi abuela dormían. Desde atrás me asomé a verlas. Se les veía satisfechas, habíamos logrado un hito en este viaje al estar encerrados en un mismo lugar. Interesante como los requisitos de unión aplican. El sol brilló. Las pantallas del televisor del autobús se bajaron e inició una película de una comedia romántica. Cuando acabó dejaron un espacio sin programación. Me invadió una extraña depresión al pensar en nuestras diferencias de edades, en que ellas llegaron diferente tiempo a mí, y así mismo, se irán. Nuestros boletos son distintos. Pasearíamos en la playa y de ahí se crearía una memoria que nunca olvidaremos. Aunque si he de ser sincero, lo que nunca olvidaré es cómo un autobús se trasformó en una cápsula de tiempo  -la teoría de la relatividad en su esplendor-, en un escenario: Es la muestra de la futilidad del humano como un objeto que se mueve.

Si bien un avión llega en hora u hora y media, el autobús en 12 ¿Cuánto tardaría una persona? El autobús existe para enseñarnos, conectarnos y desconectarnos. Con el paso del tiempo empezó otra película, esta vez de acción. Antes de que terminara ya habíamos llegado a Mazatlán. Nos recibió mi tía, vimos a su esposo que hace 6 años apenas era su novio. Lo primero que hicimos fue pasear por la playa, era temporada alta, parecía un laberinto humano. Respirábamos la salinidad, lo vívido del océano pacífico, deseábamos que ese tiempo fuera largo, largo y disfrutable, como un viaje en autobús bien invertido.