Éramos salvajes,
herejes e imprudentes,
solíamos infiltrarnos a funerales
robarles donas a los desamparados
servirnos del café
cuya abrumadora función
era mantener la vigilia durante el luto.
Éramos salvajes,
adolescentes incautos,
con un semblante de perrito indefenso
nos camuflajeamos en la funeraria,
mirábamos a los llorantes
con ojitos de pésame,
mientras reclamamos vasos y servilletas
para asegurar nuestro lunch.
Éramos salvajes,
candidatos a lobotomías,
sepultamos nuestro cabello
en algún rincon de mi casa
y ahora está incrustado
en la composición química
de cada mala hierba de Agua Prieta.
Éramos salvajes,
un rito de paso inédito,
reinvenciones morales,
victimas de nuestro tiempo
e insondables deseos
que nos condenaron
quizá
a ser individuos absurdos.
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