—Se
hacen entre 12 y 14 horas de aquí a Mazatlán.
—¿Y
por qué no vamos en avión? Sería como hora y media nomás.
—¿Lo
vas a pagar tú?
—Pos
no —le contesté.
—Vamos
en camión entonces —me dijo mi madre—. Ya cuando estemos allá con tu tía verás
que valió la pena. Dice que Mazatlán es muy bonito.
Al
domingo en la madrugada ya estábamos en la central abordando el autobús. Pensar
pasar 12 o 14 horas encerrado en esa lata junto a personas que no conozco era
un martirio, es horrible porque nunca sabes con qué te vas a cruzar, qué gordo
se sentará en seguida de ti, qué viejo extraño se babeará dormido en tu hombro.
Además, encerrado en el camión junto a mi madre y mi abuela era algo por lo que
definitivamente no me agrada pasar. Nuestras vidas son paralelas, ellas en su
época, yo en la mía. Por esa misma razón me preparé y en la mochila metí mi
videojuego, mi celular, mi Tablet, todo lo posible para hacerme pensar que esas
horas serán como una simple tarde en mi cuarto –corriendo la posibilidad de ser
acompañado de una extraña vieja verdulera chismosa a mi lado intentado sacar
plática-.
En el camión éramos alrededor de 10
personas que salían de Agua Prieta. El autobús dio arranque y empezamos la
inerte travesía. Yo, confiado, abro mi mochila, saco mi consola (o jueguito,
como le diría mi abuela) y lo enciendo. Me marca una luz roja. Una luz roja
parpadeante “La batería está a punto de agotarse” ¿Qué? ¿QUÉ? ¡¿Cómo me puede
pasar esto?! ¡Si lo cargué! ¿O no? Quemé cinta y recordé que no lo había a
puesto a cargar ¡Me lleva! Y aquí no hay donde lo pueda cargar. Pero ahí no
acaba la historia: Olvidé el celular. Mi celular se quedó en el buró a un lado
de mi cama. Si. Ahí lo había dejado. Había presumido que me iba de viaje a una
amiga y dejé el celular a un lado de la cama. Ya me lo puedo imaginar,
vibrando, foquitos de todos colores encendiéndose por los mensajes que llegan y
no podré contestar. Mis amigos (los conocidos y desconocidos) seguramente se
preguntarán qué me pasó. No los quiero dejar plantados. Así que astutamente
saco mi Tablet, la enciendo y busco la red de este autobús. Qué fortuna que
todos los años que han transcurrido en la historia, todas las guerras e
invasiones hayan culminado en esto: Autobuses con Internet incluido. No
encuentro la red. No encuentro la red. No. Encuentro. La. Maldita. Red. ¿Por
qué? Me levanto y voy a donde está el chófer, es un señor bigotón que puede ser
de 30 o de 50 años (no sé cómo le hace, magia de chófer, yo deduzco).
—Oiga
—me le acerco—, no detecto la red ¿Hay alguna falla?
—
¡Ah! —me dice, como si se acordara de algo— Es que este autobús no tiene. Se le
descompuso.
—Se
le descompuso —repito.
—Sí,
mijo. Ay disculpe.
—Descuide,
no hay problema.
Regreso
en silencio a mi asiento. Mi abuela y mi madre estaban en los asientos frente
al mío. Me hacen una cara de preocupación, sabían lo que iba a pasar.
Grito por dentro. Tan estruendoso que estallan copas metafóricas. Nadie me
escucha. Ya había unos señores roncando; una tipa traía reggaetón a todo lo que
da, asumiendo que a todos nos gusta. Aún grito por dentro. Mis cuerdas
(cordura) vocales hubieran explotado si lo hubiese exteriorizado. El Universo
entero deseaba burlarse de mí, el Universo me puso en un camión que durará 12 o
14 o 1,000 horas en llegar. Y en todo ese trayecto me habían despojado de lo
valioso. ¿Qué se suponía que hiciera? Casi lloraba. Pero no le daría ese placer
a las viejas chismosas que estaban atrás de mi hablando de la vida amorosa de
no sé quién y no me importa. Una lágrima casi me salía, estaba a punto de
arrojarme por la ventana de ese horno nazista móvil y nunca volverle a ver la
cara a nadie.
Estaba
obligado a permanecer sentado.
—Pregúntale
si tienen una película, mijo —me dijo la abuela.
—Es
cierto. Ya voy.
Con
un poco de esperanzas regreso con el conductor.
—Oiga
—le dije— ¿No tienen películas que poner?
—Si
mijo, pero como ahorita está oscuro, no las ponemos. Ya hasta que amanezca.
—¿Qué
hora es? —le pregunté.
—Son
las… —se asoma a su reloj de pulsera— una.
—Son
las una —repetí.
—Güeno,
es la una.
—Gracias.
—Ya
mero amanece. Échate un coyotito o algo.
—Gracias.
Informé la situación a mi madre y abuela.
—Pues
duérmete —me recomendaron por igual.
—Intentaré.
Creo
que esto ya es conocimiento común, pero el reggaetón inspira a muchas cosas
menos a dormir. La tipa seguía con la música a todo lo que daba su telefonito
de bocina chafa. «Inhala. Exhala. Todo es sugestivo.» me dije. Caí dormido
cuando estaba iniciando una canción sobre perreo intenso.
Soñé
las llantas del autobús sobre el asfalto. Soñé todos los lugares donde ha
estado, toda la gente que lo pudo haber montado, todos los famosos, que antes
de ser famosos pudieron haber subido a este autobús. Ahí reside la peculiaridad
del transporte terrestre, atraviesa tantos lugares, tantas paradas, tantas
personas con sus propias ilusiones y problemas subiendo a un mismo plano. Dejan
un pueblo o ciudad atrás para pertenecer a otro, aunque sea temporal.
Desperté,
la canción sobre perreo intenso iba finalizando. O me dormí durante el inicio y
el fin de la canción, o dormí por toda la lista de reproducción de la tipa
aquella. Para discernir, me asomé enfrente, a ver si mi abuela o mi madre
dormían. Raro pensar que tendré que pasar gran tiempo sentado, dejando que las
hemorroides florezcan, aburriéndome, matándome con el martirio de las grandes
imposibilidades que había en estar sentado en un tedioso autobús, sin música,
sin películas, sólo las pláticas ajenas poco interesantes y el silbido del
chófer era lo que entraba a mi radar. Mi
madre dormía, mi abuela no.
—¿Qué
hora es? —le pregunté.
Sacó
su teléfono y se fijó en la hora.
—Una
y media.
Bueno,
al menos ya es media hora menos de viaje. Menos martirio para mí. Me resultó
extraño ver a mi abuela despierta, siempre creí que la gente cuando llegaba a
cierta edad (me refiero a la senectud) duerme muy temprano y despierta muy
temprano, con el propósito de aprovechar la poca de vida que saben que les
queda.
—¿Y
qué hace despierta? —inquirí a mi abuela.
—Estoy
esperando las dos para tomarme mi pastilla.
—¿Qué
pastilla? —pregunté intrigado.
—La
del corazón —me respondió.
—¿Está
tomando pastillas para el corazón? —pregunté sorprendido.
—Si
ya sabías.
—¿Desde
cuándo las está tomando?
—Desde
que tuve mi ataque al corazón. Si ya sabías.
Diablos.
Lo había olvidado. Hace alrededor de dos años mi abuela había tenido un ataque
al corazón por una inyección que le habían puesto. Tuvo una reacción alérgica y
su órgano dejó de latir. Lograron resucitarla. Aún años después tiene que
seguir tomando pastillas. No me lo imaginaba.
—¿Y
cómo se siente ahora? —quise saber.
—Mejor.
He estado comiendo más saludable y cada que puedo salgo a caminar. Tengo que
seguir tomando mis pastillas, eso sí.
Permanecimos en silencio hasta que ella
sacó las pastillas. Eran al del tamaño de la uña de mi índice. Nunca había
visto pastillas tan grandes. Vi que se la metió a la boca en seco.
—¿No
tomará agua?
—Se
me olvidó traer —dijo en un tono culposo.
—Yo
traigo.
De
mi mochila saqué una botella y se la pasé. Así ella pudo tomar un poco más
confortable su pastilla. Me agradeció y me regresó el envase.
—¿Está
emocionada de ir a Mazatlán?
—Si
—me dijo—. Hace mucho que no veo a tu tía.
—Desde
hace unos tres años, ¿no?
—Así
es.
Qué feo pensar que tuviste un paro cardiaco
mientras tu hija vivía en Mazatlán.
—¿Y qué planes tienen?
—Turistear,
comer, relajar, vivir la vida loca —dijo en un tono severamente serio.
—Suena
bien.
—Y
pasar el rato juntos.
Me quedé pensando.
—Las
caminatas en la playa son buenas para la salud, ¿verdad?
—Sí.
Estimulan el sistema cardiovascular.
—¿Qué
tal si usted y yo nos damos una caminata por la playa cuando lleguemos?
—Me
parece perfecto—dijo firme y tierna.
Alguien malicioso me juzgaría que invite a mi
abuela a la caminata por el mero remordimiento de conciencia y no lo culparía,
puede ser cierto, pero lo que procuro más que nada es una reconexión con ella.
No puedo creer que pasé dos años sin saber que tomaba pastillas, y menos de ese
tamaño. No lo hago pensando en mí, ni pensando en ella, lo hago pensando en
nosotros. Será bueno. Ella se durmió, y seguido a eso yo también. Desperté.
Seguía oscuro. Ya no sonaba ningún reggaetón (o me volví inmune a él). La
abuela dormía pero mi madre estaba despierta, ella estaba del lado del pasillo
y la abuela hacia la ventana. Mi madre estaba viendo algo en su celular, con el
pulgar deslizaba una página o algo hacia abajo.
—Hey
¿Te desperté? —me preguntó preocupada.
—No.
Me duele la cabeza. Ha de haber sido eso.
—Aquí
traigo una pastilla.
No quiero ver más pastillas, me hacen sentir
terrible.
—Tómatela.
Resignado, me la tomé. A los minutos me vuelve a hablar.
—¿Te
sientes mejor?
—Si.
Gracias.
—Menos
mal que estaba precavida. A tu papá también le pasaba lo mismo.
—¿En
serio? —le pregunté.
Hacía
mucho no hablábamos de mi padre. Él no está con nosotros desde hace tiempo
(larga historia, quizá en otro viaje de 12 o 14 horas se pueda contar).
—Si —me dice—. Muy seguido viajábamos en camión, y siempre despertaba con dolor
de cabeza.
—Vaya
—razoné—. A veces uno no se explica características de uno, y la respuesta está
en la familia misma.
—Y
es lo más cercano.
—Tal
vez —le contesté. No estaba 100% seguro de eso.
—¿Cómo
que tal vez? Lo es.
—No
es como si habláramos mucho. Digo, apenas ahora, 17 años después me entero de
que a mi padre también le duele la cabeza al despertar.
—Cierto.
Tenemos que darnos la oportunidad.
—Invité
a la abuela a una caminata en la playa.
—
¡Mira, mira! ¿Y eso?
—Supe
que es bueno para el cuerpo. No vendría mal.
—Nada
mal —me dice.
Mantuvimos
un silencio incómodo, que a decir verdad, no era tan incómodo como lo pintan.
Me fijé en los pasajeros. Ya había unos nuevos. Y otros ya se habían bajado. Es
curioso pensar como nuestras vidas cruzaron por un par horas y se separan tan
casualmente.
—¿Viajabas
con mi padre? —le pregunté a mi madre.
—Si
—me dice—. Fuimos a muchos lugares. Dentro del Estado, pero fuimos a muchos.
—¿Y
qué pasó?
—Naciste.
—Ah.
—No es que sea algo malo, de ahí el viaje fue diferente.
—¿Por
qué?
—Porque
de ahí tuvimos que buscarnos un lugar más concreto en la ciudad. Para que
pudieses crecer mejor.
—¿Y
qué lugares visitaron? —pregunté, sintiéndome entrevistador.
De ahí empezó una de las anécdotas más
interesantes que había escuchado, y más que nada porque los protagonistas eran
mis padres. No me los imaginaba aventurándose por el mundo desde que yo era
niño. Había perdido ese toque. Me cambié al lugar que estaba a un lado de ella,
estaba vacío y aproveché. Me contó sobre pueblos donde no tenían ni un centavo
y tenían que arreglárselas para sobrevivir. Me contó que se subían a autobuses
como éste e iban a donde sea que fuese. Me habló de la peculiar personalidad de
mi padre, y grande mi sorpresa al darme cuenta de que aspectos mencionados los
compartía yo mismo con él. Pronto despertó mi abuela y añadió recuerdos de las anécdotas:
Los regaños que le daba cuando no aparecía, cómo mi tía y ella se ponían de
acuerdo para que pudiese tener sus escapaditas de autobús. Al rato mi abuela
añadió sus historias también. Ella nació en otro estado, eso significa otro
contexto. Me quedé fascinado por lo que ellas podían contar. Por todo lo que
vivían atrás de esas caras trabajadoras, me di cuenta de algo: me gasté la vida
en las redes buscando vidas qué seguir, saber qué hacía quién, me gastaba mis
días viendo las vidas ajenas a través de un monitor plano, frío. Qué cosa tan
maravillosa las pláticas que tuve con ellas, la calidez de sus relatos, los
comentarios que complementaban a cada una, la química que compartían. Sentí que
apenas despertaba en este gran espectro que se llama familia. Es con ellas el
primer alcance a lo demás, la cercanía a las relaciones honestas. Estoy
contento de que conocerlas, y de que ellas me conozcan a mí. Además de
escucharlas hablar, yo también les conté de mis inquietudes, qué quería
estudiar.
—Serías un gran arquitecto —me dijeron.
Con el paso del tiempo más gente subía y
bajaba. Nadie de los que partieron con nosotros estaban ya en el autobús.
Estábamos en un estado que nunca habíamos visitado antes, y a pesar de no tener
un piso en su tierra, u oler directamente de su aire, sabíamos que no era
Sonora. Los colores, la gente, los letreros, todo diferente. No me hubiera dado
cuenta de ello si tuviera la cara pegada al monitor, no hubiera visto la
heterogeneidad humana si hubiera decidido hacerme el mulo y tener la cabeza
gacha, quejándome de la ausencia de Internet. Hubo un momento en el que el
camión se llenó por completo y regresé al asiento que tenía comprado. En
seguida de mí había una señora despeinada que no decía nada en lo absoluto, parecía
una estatua por su condición estática. Volví a dormir y mi madre y mi abuela
también. Me soñé naciendo. Desperté, había amanecido, el autobús solitario. Mi
madre y mi abuela dormían. Desde atrás me asomé a verlas. Se les veía
satisfechas, habíamos logrado un hito en este viaje al estar encerrados en un
mismo lugar. Interesante como los requisitos de unión aplican. El sol brilló. Las
pantallas del televisor del autobús se bajaron e inició una película de una
comedia romántica. Cuando acabó dejaron un espacio sin programación. Me invadió
una extraña depresión al pensar en nuestras diferencias de edades, en que ellas
llegaron diferente tiempo a mí, y así mismo, se irán. Nuestros boletos son
distintos. Pasearíamos en la playa y de ahí se crearía una memoria que nunca olvidaremos.
Aunque si he de ser sincero, lo que nunca olvidaré es cómo un autobús se trasformó
en una cápsula de tiempo -la teoría de
la relatividad en su esplendor-, en un escenario: Es la muestra de la futilidad
del humano como un objeto que se mueve.
Si
bien un avión llega en hora u hora y media, el autobús en 12 ¿Cuánto tardaría
una persona? El autobús existe para enseñarnos, conectarnos y desconectarnos.
Con el paso del tiempo empezó otra película, esta vez de acción. Antes de que
terminara ya habíamos llegado a Mazatlán. Nos recibió mi tía, vimos a su esposo
que hace 6 años apenas era su novio. Lo primero que hicimos fue pasear por la
playa, era temporada alta, parecía un laberinto humano. Respirábamos la
salinidad, lo vívido del océano pacífico, deseábamos que ese tiempo fuera
largo, largo y disfrutable, como un viaje en autobús bien invertido.